Tu empeño en convencerme de que eras indispensable te hizo aún más prescindible.
Sentía miedo cuando me decías que no iba a encontrar a nadie
que me entendiese, apoyase y escuchase como tú.
Lloraba cuando no lo hacías y me gritabas que te iba a echar de menos,
que a ver a quién iba a encontrar que aguantase mis incontrolados ataques de nervios.
Crecí pensando que eras más de lo que merecía,
me creía tus palabras y me sentía tan vulnerable
como tu lo deseabas para que dependiese de ti.
Agradezco las despedidas forzosas,
porque entendí que la amistad
no es un juego de cuerda en el que cada oponente tira de un lado.
La amistad es tirar para el mismo
y celebrar que tenemos con quien hacerlo.
Pero la banda sonora de nuestras celebraciones
eran gritos y reproches
y yo había olvidado lo bonito que es tener quien te empuje en las cuestas
en vez de meterte más piedras en la mochila.
Que yo pensaba que los amigos eran los que estaban en los malos momentos.
Y ahora me doy cuenta,
que tampoco son los que están en los buenos,
pero sí los que hacen que lo sean.
Dejaré aún un hueco en mi nube para compartir cualquier cosa con la que entretenerse,
pero si te empeñas en bajarme de ella,
tendrás que hacerlo tú.
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