domingo, 13 de abril de 2014

El día que dejó de esperar trenes.

Está sentada en un banco desgastado. Observa el día soleado, los pajarillos cantando, las palomas picoteando. Sonríe. Le gusta ver que todo marcha bien. Dentro de ella ya es otra cosa. Se enciende un cigarrillo.
La llegada del tren rompe el silencio con furia. Abre sus puertas. La primera en bajar es una joven que maneja con dificultad su maleta. Le brillan los ojos, es normal, él le espera. Después baja un grupo de adolescentes con ganas de divertirse e invadidos por la euforia que provoca escaparse de casa por unos días. Baja una pareja de ancianos, un hombre de negocios que mantiene una conversación telefónica, una madre con dos niños, un chico con grandes cascos y un padre que regresa a casa.
Desalojados todos los ocupantes, el tren se llena de nuevo. Risas y lágrimas adornan la estación.
Coge humo en un amago de contaminarse de tanta intensidad. Tras ser consciente de la ineficacia de su deseo lo echa: pues os contamináis vosotros.
La veo y sé que se siente un banco más: alguien que observa la vida que transcurre a su alrededor mientras deja que la suya se consuma. Alguien que ve llegar y partir trenes ajenos y revisa su billete convencida de que algún día llegará el suyo.
No puedo ver sus ojos pero sí lo que ve a través de ellos. En ese momento me doy cuenta de que la chica que sujeta un lápiz y un papel soy yo. Y como no me queda tabaco, decido levantarme y asumir que hay trenes que nunca pasarán.
Convencerme de que no espero nada de nadie y aceptar que nadie espera nada de mí.

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